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Cuando trabajar ya no alcanza para vivir

por Luis Alberto Peláez
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En este país hay una conversación que el Gobierno intenta evitar, pero que la gente tiene todos los días en la mesa, en la guagua, en el colmado y en la fila del supermercado: vivir aquí se ha vuelto demasiado caro para el bolsillo del trabajador promedio. No es percepción, no es politiquería, no es campaña. Es una realidad que golpea sin preguntar.

La canasta familiar ya ronda cifras que no tienen ningún vínculo con los salarios que se pagan en este país. ¿Cómo puede sostenerse un hogar que necesita más de RD$45,000 para cubrir lo básico, cuando la mayoría de la gente sobrevive con menos de la mitad? Esa brecha no solo es injusta; es insostenible. Y es ahí donde la clase media, que durante años fue el colchón social del país, se ha ido quedando sin oxígeno, y los trabajadores pobres viven al filo de la desesperación. Mientras la inflación oficial se explica con tecnicismos, la inflación real, la que se siente en la góndola y en el colmado, no necesita explicación: sube, sube y sigue subiendo.

La energía eléctrica, por su parte, se ha convertido en un lujo disfrazado de servicio. Las facturas llegan como si cada casa fuera una fábrica, pero el servicio no refleja ni la mitad de lo que se cobra. Y aquí hay que decirlo sin rodeos: en demasiados barrios casi nunca hay luz por los apagones diarios y prolongados que ya forman parte de la rutina. La gente vive dependiendo de inversores y velas para poder seguir el día, como si estuviéramos en otra época. ¿Cómo se justifica pagar tarifas tan altas por un servicio que se va en la tarde, regresa de madrugada y vuelve a irse al día siguiente? Un país donde la electricidad es cara y además inestable es un país que castiga doble: castiga el bolsillo y castiga la dignidad.

Y cuando no hay luz, aparece otro miedo que la gente conoce mejor que cualquier ministro: la delincuencia común. En los barrios, los apagones son la señal perfecta para que los atracos se multipliquen. Oscurece una calle y enseguida aparecen los motores sin placas, los robos de celulares, los tirones y los delincuentes que aprovechan la sombra para hacer de las suyas. Las familias viven encerradas, mirando por las ventanas, esperando que vuelva la energía para sentir un mínimo de seguridad. El Gobierno habla de estadísticas, pero la gente habla de lo que vive: salir de noche se volvió un riesgo, y caminar por tu propio barrio es una decisión que se piensa dos veces. La inseguridad no es un titular; es un costo más de la vida que se paga con miedo.

Y si hablamos de familias, pensemos en una pareja con un solo hijo. En este país criar un niño se convirtió en un desafío económico diario. Una sola lata de leche puede costar más de RD$700 o RD$800, y eso si el niño no tiene una fórmula especial, porque entonces el monto se dispara. Cada consulta pediátrica ronda los RD$1,500 a RD$2,000 si es privada, sin contar medicamentos, vitaminas, jarabes y cualquier situación inesperada. A eso súmale pañales, meriendas escolares, transporte y el simple deseo de darle a tu hijo una vida digna. Muchas parejas jóvenes viven con la sensación de que tener un niño es hermoso, pero económicamente cuesta más de lo que el salario dominicano puede sostener. El que no vive esa realidad no sabe lo que pesa ver a un padre o una madre calculando si la leche llega hasta el viernes o si hay que resolver en lo que entra el próximo cheque.

Los medicamentos son otra historia triste. Personas que hace diez años podían comprar sus medicinas hoy tienen que elegir entre tratarse o comer. Los precios se dispararon, pero no los ingresos. En República Dominicana enfermarse es, literalmente, un gasto que muchas familias no pueden asumir sin endeudarse.

El alquiler de vivienda es otro golpe silencioso. En zonas que antes eran accesibles, ahora el costo se duplicó. Una renta de RD$12,000 pasó mágicamente a RD$20,000 o más, sin ninguna mejora en servicios, seguridad o infraestructura. ¿Cómo se supone que un joven forme hogar? ¿Cómo una familia puede vivir con dignidad cuando cada año el dueño sube el alquiler y el salario sigue igual?

El transporte interurbano también le está sacando el aire al bolsillo. Viajar de un pueblo a la capital se volvió casi un lujo. La gente que estudia o trabaja fuera de su provincia dedica una parte absurda del salario solo para moverse. Y ni hablar del que tiene que hacerlo diario.

Pero la raíz de todo este drama económico está en los bajos salarios. Este país tiene gente trabajadora, productiva, creativa… pero mal pagada. Los sueldos dominicanos no aguantan la competencia con los precios dominicanos. Y quienes más sienten ese desajuste son justamente los trabajadores pobres y la clase media, que carga sobre sus hombros un modelo económico que no les devuelve ni lo mínimo. Esa es la verdad incómoda. Mientras todo sube, el salario no se mueve. Y un país donde la gente trabaja y aun así no le da, es un país que está fallando en lo más básico.

El Gobierno puede presentar cifras, gráficos y discursos; pero la realidad la mide la gente cuando compra pan, paga luz, llena una receta o busca una vivienda. Y la realidad es clara: el costo de la vida se ha convertido en la mayor angustia nacional. No hay que ser economista para entenderlo; basta tener familia, responsabilidades y un sueldo que no rinde.

Lo que está pasando no es normal, y mucho menos inevitable. Lo que falta es voluntad para mirar de frente el problema y asumir políticas públicas que protejan al ciudadano, no al relato. Porque un país donde vivir se vuelve un privilegio es un país que se está perdiendo a su propia gente. Y eso no se resuelve con anuncios: se resuelve con decisión, con prioridades claras y con respeto al trabajador dominicano, que hoy carga solo un peso que debería cargar el Estado junto a él.

Y la verdad es que la gente está cansada. Cansada de que le hablen de crecimiento mientras su mesa se encoge. Cansada de que todo suba menos el salario. Cansada de apagar la luz para no ver la factura. Cansada de salir a la calle con miedo. En los barrios ya no se habla de esperanza: se habla de sobrevivir el día a día. Y eso tiene un límite. Un país no puede vivir eternamente en el “resolver”. La rabia silenciosa que se siente hoy es el resultado de años de abandono, de improvisaciones, de un gobierno que mira cifras mientras la gente mira precios. Y cuando esa rabia se acumula, cuando el bolsillo y la paciencia se agotan al mismo tiempo, el país entero empieza a cambiar de ánimo. Y cuando un pueblo cambia de ánimo, cambia su historia.

Porque al final, un país puede aguantar precios altos, puede aguantar apagones, puede aguantar discursos vacíos, pero lo que no puede aguantar para siempre es que lo sigan tomando por tonto. Y cuando el pueblo despierta, no pregunta: pasa la factura.

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